Artículo de David Morán en el ABC de ayer.
BARCELONA. Es la gran incógnita de la música norteamericana de las últimas tres décadas, el eterno signo de interrogación que se cuela por todos los resquicios de la tradición popular para manipularla, pervertirla y arrinconarla en el más lóbrego de los rincones. Escurridizo e inasible, su voz sigue sonando tan oscura como el interior de un pozo y tan misteriosa como un arcón cerrado con siete candados. Su cancionero tampoco entiende de convenciones y, cada vez más abstracto, profundo y anguloso, sigue dibujando su propio camino y borrando cualquier huella que encuentra a su paso.
Será por eso que, desde que se dio a conocer con el piano-bar de «Closing Time», el californiano no ha dejado de doblegar el eje del blues para acercarlo al jazz, al rock, al swing, al cabaret alemán y a cualquier música que cupiese en su alocada cabeza, la misma de la que han salido asombrosos trabajos de corte, confección, orfebrería y contrachapado artesanal como el sublime «Swordfishtrombones», álbum que transformó el jazz melancólico y noctámbulo en un turbio patchwork de estilos, sonidos y emociones. Fue ese disco, imprevisible aleación de vientos malheridos, pianos mellados, percusiones africanas, armónicas de cristal y líneas vocales propias de un crooner enloquecido y desterrado a los suburbios, el que abrió de par en par el intransferible universo creativo del californiano y, lo que son las cosas, el que le cerró las puertas de Asylum, discográfica en la que había publicado toda su obra anterior y que no supo entender tan radical cambio de rumbo.
Cronista de la penumbra y fabulador de primera, a Tom Waits le precede un personaje tanto o más insólito que su música, ése que disfruta citando a los periodistas en inhóspitos moteles de carretera y que se entretiene inventando nuevos sonidos con los trastos que va encontrando en su garaje. Es de ahí de donde sale el arsenal de cadenas, llantas, martillos, latas, cajones e incluso huesos que resuenan en el interior de sus discos y que hacen de su rancho de Napa uno de los lugares más interesantes del mundo. No extraña que al autor de «Bone Machine» le cueste tanto alejarse de su hogar para salir de gira: es ahí donde todo su universo cobra sentido y, sobre todo, donde encuentra la complicidad de su esposa, Kathleen Brennan. A ella hay que agradecerle la espléndida trilogía que forman «Swordfishtrombones», «Rain Dogs» y «Franks Wild Years» y el haberse convertido en una fuente inagotable de inspiración. Normal, pues, que en los últimos ocho años no haya ofrecido más de una veintena de conciertos y que cada gira que planea sea un selecto recorrido de apenas medio mes de duración. Eso sí; en cuanto pisa la carretera, cualquier cosa es posible.
Su último trabajo sigue siendo «Orphans: Brawlers, Bawlers & Bastards», monumental recopilatorio de restos y desechos en el que, curiosamente, no hay ni un solo minuto de relleno, pero su puesta en escena es completamente impredecible. «Cada noche cantas las mismas canciones. ¿Cómo hacerlo sin sentir que estás golpeándolas duramente con un martillo hasta dejarlas planas?», se ha preguntado en más de una ocasión un Waits que concibe su repertorio como un organismo vivo que va mutando noche tras noche. En sus últimas actuaciones se le ha podido ver hurgando en sus producciones más recientes. Pero, ¿quién sabe lo que hará en San Sebastián y Barcelona?
Será por eso que, desde que se dio a conocer con el piano-bar de «Closing Time», el californiano no ha dejado de doblegar el eje del blues para acercarlo al jazz, al rock, al swing, al cabaret alemán y a cualquier música que cupiese en su alocada cabeza, la misma de la que han salido asombrosos trabajos de corte, confección, orfebrería y contrachapado artesanal como el sublime «Swordfishtrombones», álbum que transformó el jazz melancólico y noctámbulo en un turbio patchwork de estilos, sonidos y emociones. Fue ese disco, imprevisible aleación de vientos malheridos, pianos mellados, percusiones africanas, armónicas de cristal y líneas vocales propias de un crooner enloquecido y desterrado a los suburbios, el que abrió de par en par el intransferible universo creativo del californiano y, lo que son las cosas, el que le cerró las puertas de Asylum, discográfica en la que había publicado toda su obra anterior y que no supo entender tan radical cambio de rumbo.
Cronista de la penumbra y fabulador de primera, a Tom Waits le precede un personaje tanto o más insólito que su música, ése que disfruta citando a los periodistas en inhóspitos moteles de carretera y que se entretiene inventando nuevos sonidos con los trastos que va encontrando en su garaje. Es de ahí de donde sale el arsenal de cadenas, llantas, martillos, latas, cajones e incluso huesos que resuenan en el interior de sus discos y que hacen de su rancho de Napa uno de los lugares más interesantes del mundo. No extraña que al autor de «Bone Machine» le cueste tanto alejarse de su hogar para salir de gira: es ahí donde todo su universo cobra sentido y, sobre todo, donde encuentra la complicidad de su esposa, Kathleen Brennan. A ella hay que agradecerle la espléndida trilogía que forman «Swordfishtrombones», «Rain Dogs» y «Franks Wild Years» y el haberse convertido en una fuente inagotable de inspiración. Normal, pues, que en los últimos ocho años no haya ofrecido más de una veintena de conciertos y que cada gira que planea sea un selecto recorrido de apenas medio mes de duración. Eso sí; en cuanto pisa la carretera, cualquier cosa es posible.
Su último trabajo sigue siendo «Orphans: Brawlers, Bawlers & Bastards», monumental recopilatorio de restos y desechos en el que, curiosamente, no hay ni un solo minuto de relleno, pero su puesta en escena es completamente impredecible. «Cada noche cantas las mismas canciones. ¿Cómo hacerlo sin sentir que estás golpeándolas duramente con un martillo hasta dejarlas planas?», se ha preguntado en más de una ocasión un Waits que concibe su repertorio como un organismo vivo que va mutando noche tras noche. En sus últimas actuaciones se le ha podido ver hurgando en sus producciones más recientes. Pero, ¿quién sabe lo que hará en San Sebastián y Barcelona?
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